Conflicto entre la razón y la fe.
- APCJ

- 22 feb 2024
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In Memoriam
A Don Héctor Oaxaca Acosta, destacado fotógrafo y miembro distinguido de la
Asociación de Periodistas de Ciudad Juárez, A. C., que nos dejó hace algunos años
cuando contaba con ochenta y siete años de edad.
En la fotografía que tomó José Vázquez, “Chintololo”, se observa a don Héctor
Oaxaca deslizándose a gran velocidad por un resbaladero del Parque Central, como
si quisiera demostrar que no obstante a su edad tenía todavía la energía y las ganas
de divertirse y disfrutar de la vida como lo hizo cuando niño.
¨El corazón no envejece, el cuero es el que se arruga¨ Solía decir
con frecuencia don Héctor parafraseando uno de los refranes populares más
conocidos.
Pudimos verlo pasar muy recio -con la ayuda del viento- hasta caer de sentón en
un montón de arena, como a cuatro metros de distancia del resbaladero. Lo oímos
mascullar algunas malas razones en tanto que su hijo Javier corría despavorido a
su encuentro gritando a los cuatro vientos: “ya se desmadró mi papá”.

Una vez transcurrido ese hecho tan
bochornoso, al mismo tiempo que divertido, Oaxaca se puso de pie, se sacudió el polvo de su pantalón y nos dijo a quienes lo acompañamos
como testigos y cómplices de tan osada aventura (el ya citado “Chintololo” y yo, en mi calidad de autor intelectual de la idea), ¿Cómo la ven? ¿Tendremos alguna posibilidad de ganar un premio en el concurso? Claro que sí, le contestamos, como así fue ya que nos hicimos acreedores al reconocimiento plasmado en el diploma que nos otorgó la Comisión Nacional de los Derechos Humanos con motivo del certamen alusivo a los derechos de los adultos mayores, que organizó dicho organismo
descentralizado en 1998 y quien, con ese mismo propósito, elaboró un calendario
con las doce fotografías seleccionadas, entre ellas la fotografía de nuestro “chinito
Oaxaca”, calendario que fue distribuido mundialmente por la Organización de las
Naciones Unidas (ONU).
Don Héctor Oaxaca Acosta, orgullo y patrimonio cultural de nuestra comunidad,
a quien rendimos merecido homenaje por medio de esta breve semblanza.
Eustacio Gutiérrez Corona
CONFLICTO ENTRE LA RAZÓN Y LA FE
FALTA DE ATENCIÓN MÉDICA
POR MOTIVOS RELIGIOSOS
O ECONÓMICOS

Eustacio Gutiérrez Corona
Admirable es el médico que puede combatir el padecimiento corporal del
enfermo al mismo tiempo que la enfermedad de su espíritu. No por nada la
profesión de la medicina es la más noble y sublime de todas las profesiones
humanas, aun en el caso de que el enfermo prefiera la salud de su alma antes que
la de su cuerpo; sugestionado, la mayoría de las veces, por motivos religiosos.
Qué grave es, por tanto, el síntoma de objeción de conciencia que enfrentan
los médicos en tales circunstancias, aun cuando los dogmas de fe prescritos por
religiones algunas, no valen al momento de practicar lo que la ciencia aconseja
para restablecer la salud de sus pacientes, y más cuando de ello pueda depender
salvarles la vida, con independencia de su capacidad económica o que contaran,
en su caso, con los servicios asistenciales de salud que proporciona el Estado.
Lo anterior sirve de preámbulo para tratar, así sea someramente, los
imperativos de carácter moral, religioso, económico y legal que se presentan en
materia del derecho a la protección de la salud que tienen, sin distinción o
discriminación alguna, todas las personas; así como las responsabilidades y
sanciones que de acuerdo con la ley corresponden a quienes incurren en la
violación de ese derecho, el más significativo de todo el contexto de los derechos
humanos.
El ejercicio de la medicina no solo se reduce a lo físico o material de la persona
sino también al cuadro emocional que revela como consecuencia de ciertas
alteraciones en su salud, que permiten al médico prescribir de manera integral, y
de conformidad con los principios científicos y éticos que orientan la práctica
médica, el tipo de tratamiento y medicamento que requiere; de tal forma que su
actuación pueda verse recompensada con la tranquilidad de su espíritu, que
consiste en haber realizado lo justo en el momento oportuno y según las
circunstancias, aun en el caso de que no hubiera logrado restaurar la salud del
paciente por causas ajenas a su voluntad.
Por ello la moralidad y conciencia del médico no puede verse afectada por la
presión de otros imperativos que van más allá de la ciencia y los límites del género
humano. En esto coincide la ley e incluso la mayoría de los opositores de
conciencia que ven en la medicina tradicional o científica la posibilidad de curar al
enfermo o, cuando menos, la probabilidad de prolongar su existencia sin lesionar
su dignidad, su autonomía y sus convicciones.
El médico, a diferencia de otros profesionistas, experimenta situaciones de
mayor trascendencia para la humanidad toda vez que de su actuación puede
llegar a depender la salud y muchas veces la vida de sus pacientes, a quienes
habrá que extraer, si es preciso, el tumor que vicia su alma y su inteligencia, sus
afectos e ideologías, con tal de obtener además su estabilidad sicológica al igual
que la de sus seres queridos, que regularmente desconocen los caminos de la
ciencia y que ocasionalmente los confunden con senderos inmorales que lastiman
su conciencia.
Cosa distinta sucede cuando la medicina contempla tratamientos alternos con
las mismas probabilidades de éxito para restablecer la salud del enfermo, que le
pudieran significar no solamente su conformidad con el tratamiento recibido sino
también la confortación de su espíritu, como acontece principalmente con los
pacientes -o con sus familiares- que por motivos religiosos se oponen a que el
médico realice determinado tratamiento; lo cual, ciertamente constituye un
derecho que debe serles respetado porque así lo ordena la ley con independencia
de sus creencias religiosas, a menos que por ventura de las circunstancias le sea
dable al médico aplicar el tratamiento que considere más efectivo y menos
riesgoso para la salud y la vida de sus pacientes. En esto conviene también la
mayoría de los objetores de conciencia por motivos religiosos, que aceptan que la
medicina tradicional o científica puede abatir la enfermedad fisiológica del enfermo
sin afectar su salud emocional, como si se tratara de un rayo de vida que bien
dirigido sólo quemara lo malo y dejara a salvo lo bueno, o como si se tratara de un
destello de luz llegado del cielo para responder las oraciones del enfermo o de sus
seres queridos, que iluminara el buen juicio del médico. No en vano la profesión
de la medicina es la más noble y sublime de todas las profesiones. No por nada
los médicos, como seres humanos que también son, tienen la capacidad de
comprender las limitaciones de su intelecto y por eso, con humildad, a veces le
piden a Dios que los ayude a proteger la vida de sus pacientes antes de poner en
práctica sus conocimientos.
En el Estado de Chihuahua, como en otras latitudes, son muchas las personas
que no cuentan con los servicios de asistencia social y de salud que otorgan las
instituciones del sector público y, por ende, la atención médica y de hospitalización
que requieren se encuentra supeditada a su capacidad económica que
lamentablemente en muchas ocasiones no es suficiente para solventar una
atención adecuada que haga posible que el derecho a la protección de la salud
consagrado por la Constitución se cumpla realmente. De ahí que este derecho,
como otros tantos, se rija por las reglas mercantiles toda vez que, en este caso, el
derecho a la protección de la salud prácticamente solo lo es mientras pueda
pagarse como una contraprestación a los servicios recibidos, como si se tratare de
una mercancía de consumo necesario que únicamente puede ser adquirida por
quienes tienen los medios económicos para ello, o por quienes tienen la fortuna de
contar con la ayuda de personas bondadosas.
Sin embargo, también existen muchas personas que tienen la capacidad
económica para contratar los servicios de salud y no recurren al médico o se
oponen a que este prescriba determinado tratamiento aun con el riesgo de perder
la vida; tal es el caso de un gran número de opositores de conciencia que
inspirados principalmente por motivos religiosos consideran a la medicina
tradicional o científica como contradictoria de los preceptos instituidos por su
religión.
La objeción de conciencia, es decir, la oposición a lo que comúnmente es
aceptado por la generalidad de las personas, desde el punto de vista de la
legislación, y en lo particular tratándose del derecho a la protección de la salud, ha
ocasionado innumerables problemas principalmente para los profesionales de la
medicina, toda vez que ante la oposición de ciertas personas para recibir la
atención médica necesaria para restablecer su salud, sufren muchas veces para
conciliar el conflicto de razón y de fe que se les presenta; y aun cuando el derecho
mexicano ha establecido normas generales y específicas de protección a la salud
de todas las personas, la realidad social y cultural de nuestro pueblo se
contrapone en muchas ocasiones con la intención que tuvo el legislador para
regular la actuación de todos aquellos a quienes compete hacer que ese derecho
se cumpla cabalmente, es decir, aun en contra de la postura de quienes por
motivos religiosos o de otra índole cuestionan los procedimientos de la ley y la
medicina por considerar que vulneran su dignidad y libertad para decidir sobre el
tipo de tratamiento médico que más se apegue a sus convicciones, con motivo no
solamente del conocimiento informado que pudieran tener acerca de los riesgos
que implica para su salud el empleo de determinados tratamientos cuando no se
toman las precauciones debidas, sino también porque saben que en algunos
casos la ciencia médica contempla otro tipo de tratamientos que no están
prohibidos por su religión y que pueden significar las mismas probabilidades de
éxito que se obtienen con los procedimientos preferidos por el médico tratante.
Pero el problema que afrontan los médicos no es este realmente, porque a
nadie puede reprochársele su negativa a recibir un tratamiento que ponga en
peligro su salud o su vida. El problema se origina en este caso cuando la ciencia
médica no prevé otro medio que pudiera representar por razón de las
circunstancias un riesgo normal o aceptable para la integridad sicofisiológica del
paciente, que tiene derecho a obtener sin discriminación alguna prestaciones de
salud oportunas y de calidad idónea, y a recibir atención profesional éticamente
responsable, así como trato respetuoso y digno de los profesionales, técnicos y
auxiliares de la medicina.
Y si bien es cierto que en todos los casos de asistencia médica (salvo cuando
se trata de enfermedades transmisibles o contagiosas) se pide el consentimiento
del paciente o de sus representantes legales para la aplicación de cualquier tipo
de tratamiento terapéutico, no es menos verdadero que la falta de ese
consentimiento no impide necesariamente al médico aplicar el procedimiento que
considere más adecuado para procurar la salud del enfermo, y más cuando de ello
dependa salvarle la vida. Lo esencial es que el médico, en uso de las facultades
que la ley le confiere, y teniendo al alcance los instrumentos de la ciencia, haga
valer lo que esta y su buen juicio aconsejan en cada situación específica; con
mayor razón si se trata de casos graves y urgentes que requieran de su
intervención inmediata, como el caso que registra la historia reciente de un niño de
cinco años de edad que fue atendido en una clínica del seguro social de la
localidad, cuyos padres no autorizaron una transfusión de sangre que el niño
requería con urgencia, pues alegaron que por ser “testigos de jehová” tal
procedimiento se oponía a las directrices de su religión, misma que tenía como
fundamento “la oración” como única opción. Sin embargo, el médico tratante, lejos
de atender el alegato de los padres, optó por cubrir con papel aluminio el
recipiente y el ducto de plástico haciéndoles creer que era suero y no sangre lo
que estaba recibiendo su hijo, quien de esa forma no convencional, curiosa o
extraña, pudo continuar con el tratamiento elegido por el médico.
Por ello se insiste, la falta de aprobación del usuario de los servicios de salud o
de sus familiares para la aplicación de un tratamiento determinado, en las
circunstancias mencionadas, no constituye un obstáculo insalvable para el médico
ni siquiera en el caso previsto por el artículo 79 del Reglamento de la Ley General
de Salud en Materia de Prestación de Servicios de Asistencia Médica, relativo al
egreso voluntario del paciente de un establecimiento de salud, porque además de
que dicha disposición lleva implícito el derecho a la protección de la salud de toda
persona, no riñe con la prevención contenida en el artículo 73 de ese mismo
ordenamiento en el sentido de que “el responsable del servicio de urgencias del
establecimiento, está obligado a tomar las medidas necesarias que aseguren la
valoración médica del usuario y el tratamiento completo de la urgencia o la
estabilización de sus condiciones generales para que pueda ser transferido”.
Entendiéndose por urgencia “todo problema médico-quirúrgico agudo, que ponga
en peligro la vida, un órgano o una función y que requiera atención inmediata”,
como así lo dispone también el reglamento citado en su artículo 72.
Independientemente de que las disposiciones legales relativas al egreso voluntario
del paciente, o cualesquiera otras, no consideran los motivos religiosos como
causa suficiente y justificada para dejar de prestar atención médica al enfermo, y
menos en condiciones de gravedad extrema. Por el contrario, toda la normatividad
aplicable en materia del derecho a la salud se encuentra orientada a su debida
protección, incluso la Ley de Asociaciones Religiosas y Culto Público, en su
artículo 29, fracción IV, considera una infracción el hecho de promover la
realización de conductas contrarias a la salud o integridad física de los individuos;
y dispone además en su artículo primero que las convicciones religiosas no
eximen en ningún caso del cumplimiento de las leyes del país, y que nadie podrá
alegar motivos religiosos para evadir las responsabilidades y obligaciones
prescritas en las leyes.
No existe, por tanto, conflicto entre la ley que regula el derecho a la protección
de la salud y la ley reglamentaria del derecho a la libertad de creencias religiosas y
culto público, con mayor razón si la moral o dignidad espiritual que en lo individual
tiene cada persona no puede estar por encima de la moral o dignidad espiritual
que en lo general tienen todas las personas, que es donde se apoya la ley para
procurar el bien común. De aquí que la objeción de conciencia por motivos
religiosos del enfermo -o de sus familiares- no puede ni debe impedir que la
medicina científica, como medio idóneo del derecho a la protección de la salud,
cumpla sin discriminación alguna con sus fines esenciales; entre los cuales
destacan el bienestar físico y mental de la persona, para contribuir al ejercicio
pleno de sus capacidades; a la prolongación y el mejoramiento de la calidad de la
vida humana; y a la extensión de actividades solidarias y responsables de la
población en la preservación, conservación, mejoramiento y restauración de la
salud.
En relación con lo anterior, la iglesia católica ha sostenido: “Ninguna autoridad
humana tiene el derecho de intervenir en la conciencia de ningún hombre. Esta es
también testigo de la trascendencia de la persona frente a la sociedad, y, en
cuanto tal, es inviolable. Sin embargo, no es algo absoluto, situado por encima de
la verdad y el error, es más, su naturaleza íntima implica una relación con la
verdad objetiva, universal e igual para todos. En esta relación con la verdad
objetiva la libertad de conciencia encuentra su justificación, como condición
necesaria para la búsqueda de la verdad digna del hombre y para adhesión a la
misma cuando ha sido adecuadamente conocida. Esto implica a su vez que todos
deben respetar la conciencia de cada uno y no tratar de imponer a nadie la propia
verdad, respetando el derecho de profesarla, y sin despreciar por ello a quien
piensa de modo diverso. La verdad no se impone sino en virtud de sí misma”.
(Mensaje para la jornada mundial de la paz. Juan Pablo II. 1991)”.



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