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Superficie de mármol

Cuando la muerte también se abandona: el horror en Ciudad Juárez.

  • Foto del escritor: APCJ
    APCJ
  • hace 3 días
  • 3 Min. de lectura

Por Janeth Escobedo Román

Analista política


El hallazgo de más de 300 cuerpos en un crematorio de Ciudad Juárez no sólo representa una crisis sanitaria: es una herida ética e institucional que pone en evidencia el abandono con el que nuestras autoridades —y, en ocasiones, nosotros mismos como sociedad— tratamos incluso a los muertos.

 

En la colonia Granjas Polo Gamboa, un inmueble legalmente constituido como crematorio, con permisos estatales y certificados de defunción en regla, albergaba cientos de cuerpos embalsamados que nunca fueron incinerados. Fueron entregados por funerarias como Luz Divina, Amor Eterno y Plenitud, y quedaron almacenados en condiciones deplorables. No se trata, como se pensó en un inicio, de un crematorio clandestino. Se trata de algo aún más perverso: una legalidad mal supervisada, un sistema donde el trámite importa más que la dignidad.

 

Fue una llamada anónima al 911 —motivada por los olores fétidos que salían del lugar— la que encendió la alarma. La Policía Municipal encontró un cadáver en una carroza funeraria. Al ingresar al predio, descubrieron habitaciones con cuerpos amontonados, lo que activó la intervención de la Fiscalía y la clausura inmediata del establecimiento por parte de la COESPRIS.

 

La mayoría de los cuerpos tenían actas de defunción, pero no destino. Habían sido entregados con todos los documentos en regla, pero sin ningún tipo de seguimiento. Nadie se preguntó qué pasó después. Nadie vigiló si se cumplía con el último paso: la cremación.

 

Ante el hallazgo, las autoridades instalaron una caja de tráiler refrigerada en la entrada del predio para resguardar los restos, muchos de ellos embalsamados. Fue una solución improvisada frente a una tragedia.

 

El fiscal general, César Jáuregui, declaró que los cuerpos estaban “en espera de su cremación”. Pero ¿Cuánto tiempo puede tolerarse esa espera antes de que se vuelva inhumana? ¿Quién supervisa los tiempos, las condiciones, el cumplimiento de lo pactado con las familias? La respuesta institucional ha sido tibia: hay permisos, hay actas, hay sellos, pero no hay seguimiento. Y sin seguimiento, hasta la muerte se vuelve desechable.

 

Algunas autoridades han minimizado el hecho, argumentando que las familias ya hicieron su duelo y que no habría afectación emocional. Pero esa postura ignora lo esencial: el respeto a los muertos no es solo un gesto hacia ellos, sino hacia nosotros mismos. Es una medida del estado de nuestra civilización. Si no hay control, si no hay consecuencias, si no hay humanidad en el trato final, entonces, ¿Qué nos queda?

 

Cuando tratamos la muerte como un simple trámite, también le quitamos valor a la vida.

 

Este caso revela una crisis más profunda en el sistema funerario del país. No es un hecho aislado: faltan crematorios, faltan regulaciones claras, faltan inspecciones efectivas. Y sobra la costumbre de mirar hacia otro lado cuando la muerte no grita lo suficiente.


En conclusión, lo ocurrido en Ciudad Juárez no es un accidente ni un descuido casual. Es el resultado de una cadena de omisiones, de protocolos laxos, de autoridades que se mueven mejor entre papeles que entre realidades humanas. En un país con heridas abiertas, donde la violencia ha normalizado el abandono y la burocracia ha anestesiado la responsabilidad, este caso exige una reflexión urgente: ¿qué tan bajo hemos caído cuando ni siquiera la muerte merece respeto?

 

Porque la dignidad no se firma en un certificado ni se archiva en un permiso. La dignidad se honra. Se defiende. Y se protege incluso —y, sobre todo— cuando ya no hay voz que la reclame.

 

Cada cuerpo encontrado era una historia. Una madre, un hijo, un abuelo, una promesa rota. Y, sin embargo, fueron tratados como residuos. Almacenados en la penumbra. Silenciados por la espera. Lo más grave es que este horror no se descubrió gracias a una revisión institucional, sino por una denuncia ciudadana.

 

Este hallazgo debe ser un punto de cambio. No podemos seguir funcionando en un sistema que trata los restos humanos como simples pendientes logísticos, ni permitir que los últimos momentos de existencia física se reduzcan a esperas indefinidas en cuartos cerrados. Cada cuerpo representaba una familia, un último adiós que se entregó con confianza y fue traicionado en la sombra.

  

Es momento de que las instituciones asuman no sólo la responsabilidad legal, sino también la moral. Que reconozcan que detrás de cada falla administrativa hay vidas fracturadas, duelos mal cerrados y un país que no puede seguir acostumbrándose a convivir con el horror como si fuera parte del paisaje.

 

Porque si la muerte deja de dolernos, si la dignidad se vuelve un lujo y si los cuerpos se tratan como carga olvidada… entonces no es solo la muerte la que estamos abandonando. Es la humanidad entera la que se nos está yendo entre las manos.

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